Un Melquíades para Gabo

 
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“Aureliano no había sido más lucido en ningún acto de su vida que cuando olvidó sus muertos y el dolor de sus muertos, y volvió a clavar las puertas y las ventanas con las crucetas de Fernanda para no dejarse perturbar por ninguna tentación del mundo, porque entonces sabía que en los pergaminos de Melquíades estaba escrito su destino”



G.G.M. – Cien años de soledad

Cuando en Macondo se presentó la enfermedad del insomnio y “Niños y adultos chupaban encantados los deliciosos gallitos verdes del insomnio, los exquisitos peces rosados del insomnio y los tiernos caballitos amarillos del insomnio”, se dispuso, para protección de los visitantes, unas campanitas que se quitaron del cuello de los chivos para, con su sonido, alertar a quienes se atrevían a pisar sus calles polvorientas pues, “todas las cosas de comer y de beber estaban contaminadas de insomnio”.

Y este trajo el mal de la memoria y la locura que hacia que se olvide fácilmente el nombre de las cosas, de las personas o de los recuerdos; se olvidaban entonces los vivos, los muertos y hasta los lugares, fue esa la razón, y no otra, por la que se dispuso colocar “En la entrada del camino de la ciénaga… un anuncio que decía Macondo y otro más grande en la calle central que decía Dios existe…”.

Y así se recordaban cosas, hechos y sucesos que regresaban a la mente cuando se leía el letrero; más tarde se decidió también escribir, el uso que debía darse o la utilidad para la que se había hecho. Fue, justamente, Aureliano “quien concibió la fórmula que había de defenderlos durante varios meses de las evasiones de la memoria”, y según lo cuenta el mismo Gabo, cuando aun tenía memoria, que “La descubrió por casualidad”. Lo describe como un “Insomne experto”, según recordaba, y que un día cuando buscaba el “pequeño yunque que utilizaba para laminar los metales no recordó su nombre. Su padre se lo dijo: “tas”. Aureliano escribió –Gabo recuerda perfectamente ese pequeño detalle- “el nombre en un papel que pegó con goma en la base del yunquecito: tas. Así estuvo seguro de no olvidarlo en el futuro…”.

Y cuando el mal se extendió por todo Macondo y su gente no recordaba el nombre de los más nimios acontecimientos u objetos se puso en practica en “todo el pueblo”, entonces, con un “hisopo entintado marcó cada cosa con su nombre: mesa, silla, reloj, puerta, pared, cama, cacerola…”, fue tan cuidadoso que no dejó escapar detalle alguno en su intento de recordar que, incluso, se tomó la molestia y el trabajo de marcar animales y plantas; en el corral, armado de hisopo y pintura escribió: “vaca, chivo, puerco, gallina, yuca, malanga, guineo…”. Más adelante y temiendo que el olvido llegue a las mismas palabras y letras se dispuso dibujar junto a ellas “su utilidad”, pues “los habitantes de Macondo estaban dispuestos a luchar contra el olvido”: “Esta es la vaca, hay que ordeñarla todas las mañanas para que produzca leche y a la leche hay que hervirla para mezclarla con el café y hacer café con leche…”.

Había que ganarle la batalla al olvido y no importaba si Macondo se llenaba de mensajes, de letreros, de dibujos o símbolos y signos pueriles, lo importante era conservar la memoria hasta que el mal del insomnio y la demencia se fueran lejos, distantes de sus campanitas y sus hisopos y sus vacas, sus guineos o sus yucas. En Macondo “Así continuaron viviendo en una realidad escurridiza, momentáneamente capturada por las palabras –aquí a Gabo se le olvidó mencionar los dibujos-, pero que había de fugarse sin remedio cuando olvidaran los valores de la letra escrita”.

A ningún ser, hasta esos días, y bajo esas circunstancias, se le había ocurrido la idea de pensar en una maquina de la memoria pero, cuando muchos Macondianos, vencidos por el olvido y seducidos por una nueva realidad más fantástica de recrear por si mismos el nombre y la esencia de las cosas, animales, personas y plantas, Arcadio Buendía -Por esos días Gabo recordaba con claridad los hechos- decidió… “construir la maquina de la memoria que una vez había deseado para acordarse de los maravillosos inventos de los gitanos. El artefacto se fundaba en la posibilidad de repasar todas las mañanas, y desde el principio hasta el fin, la totalidad de los conocimientos adquiridos en la vida. Lo imaginaba como un diccionario giratorio que un individuo situado en el eje pudiera operar mediante una manivela, de modo que en pocas horas pasaran frente a sus ojos las nociones más necesarias para vivir…”.

Y sin duda alguna que esta maquina de la memoria es la misma que utiliza Jaime García Márquez para aliviar la demencia senil de su hermano, el Nobel de Literatura, Gabriel García Márquez o, simplemente, Gabo. Sin duda alguna que gracias a este artilugio “le refresca la memoria” para que de ella no se borre la imagen de Remedios la Bella, de Pilar Ternera, de Arcadio Buendía o del coronel Aureliano Buendía frente al pelotón.

Deben desfilar los pescaditos de oro, el hielo de los gitanos y las miradas inquietas de los habitantes de Macondo creyendo contemplar el más grande y monstruoso de los diamantes que se derretía en las manos de los gitanos. Gracias a esta maquina, que un día también será olvido, Gabo aun se encuentra en el universo de nuestra realidad y sentirá que Macondo era el anuncio de su propio olvido.

Pero aquí en este lado de la puerta infinita y limitada no hará presencia el anciano estrafalario “con la campanita dulce de los durmientes, cargando una maleta ventruda amarrada con cuerdas y un carrito con trapos negros…”; el mismo que le recordó a Visitación que “venia del mundo donde todavía los hombres podían dormir y recordar…”, el mismo que abriendo sus maletas “le dio a beber a José Arcadio Buendía una sustancia de color apacible, y la luz se hizo en su memoria”. Al punto que “Los ojos se le humedecieron de llanto, antes de verse a sí mismo en una sala absurda donde los objetos estaban marcados, y antes de avergonzarse de las solemnes tonterías escritas en las paredes, y aun antes de reconocer al recién llegado en un deslumbrante resplandor de alegría. Era Melquiades…”.

Se le olvidó a Gabo escribir la formula de esa “sustancia de color apacible” que permitiría a Jaime García Márquez devolver la luz a su memoria; en consecuencia, y mientras no aparezca entre los miles de folios que deben rondar por entre los pasillos y paredes de su casa, la formula mágica de Melquiades, Gabo tendrá que internarse lenta pero inexorablemente en la Tierra del Olvido sin acordarse siquiera de los pescaditos de oro o del milagro del vuelo entre sabanas de la virgen más deseada de Macondo.

Continuará recluido en su cuarto viéndose una y otra vez en el mismo espejo sin reconocerse, sin saber que escondida en su memoria está la formula que en un santiamén podría devolverlo a la realidad y, quizá, fue para el mismo que escribió, cuando aun tenia memoria de sí, que “antes de llegar al verso final ya había comprendido que no saldría jamás de ese cuarto, pues estaba previsto que la ciudad de los espejos (o los espejismos) sería arrasada por el viento y desterrada de la memoria de los hombres en el instante en que Aureliano Buendía acabara de descifrar los pergaminos, y que todo lo escrito en ellos era irrepetible desde siempre y para siempre, porque las estirpes condenadas a cien años de soledad no tenían una segunda oportunidad sobre la tierra…”.

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